De las
catequizadas intrucciones de San Juan María Vianney,
sacerdote
Gloriosa obligación del
hombre: orar y amar
Consideradlo, hijos
míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra,
sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado
hacia allí donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un glorioso
deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis,
habréis hallado la felicidad en este mundo.
La oración no
es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón
puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura
que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.
En esta íntima
unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno
solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de
Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra
comprensión.
Nosotros nos habíamos
hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar
con él. Nuestra oración es el incienso que más le
agrada.
Hijos míos, vuestro
corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace
capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada
del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca
nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo
endulza todo.
En la oración
hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la
oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto
deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco
en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían
caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales
oraba al buen Dios, y creedme, que el tiempo se me hacía
corto.
Hay personas que se
sumergen totalmente en la oración como los peces en eI agua, porque
están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no esta
dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco
de Asís y Santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban
con él del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario,
¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de
hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona,
sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como
si le dijeran al buen Dios: Sólo dos palabras, para deshacerme
de ti. . . . Muchas veces pienso que cuando venimos
a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se
lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy
puro.
San Juan María Vianney,
sacerdote
Oficio de Lectura, Agosto 4
Sin
publicidadsin patrocinadorsólo la simple verdad .
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